La chica del lunar – capítulo 42

la chica del lunar - cap 42

Mi abuela materna me sostiene la mirada como el mismísimo Clint Eastwood en pleno duelo al sol. Solo que ella no es el bueno y a mis espaldas el feo y el malo siguen resoplando como caballos después de su persecución tras Manolín. Parece que no me queda otra que encarnar el papel que el destino ha guardado para mí en esta película, el del bueno, claro está, así que sin vacilar doy mis primeros pasos hacia la que lleva un rato largo reclamando su protagonismo como la mala de este western mediterráneo al que se me antoja parecida esta tarde de mi vida, por lejos que estemos del desierto de Almería: mi abuela.

A mi primer paso en su dirección toda su reacción es un ligerísimo movimiento ascendiente de su ceja derecha. Un gesto prácticamente imperceptible para cualquier persona ajena a mi familia, pero no para nosotros; ese ligero desplazamiento de la ceja ha acompañado a los míos durante generaciones. Donde nadie es capaz de apreciar nada, nosotros vemos claramente el peligro. El peligro de esa reacción ha punto de tener lugar. Lo que no somos capaces de predecir es por dónde nos saldrá el pariente de turno. Ahí, cada uno tiene que fiarse de su propio instinto. Y el mío me dice que me ande con ojo porque tratándose de la madre de mi madre la cosa se puede poner muy fea en un abrir y cerrar de ojos. Literalmente.

Continúo avanzando en su dirección. Con éste ya van dos pasos y, sumándole a este hecho mi mirada fija en sus profundos ojos azules (porque, a saber por qué, mi abuela es la única persona con ojos azules en la familia), le dejo bien clarito que ni me intimida su actitud ni se lo voy a poner nada fácil a la hora de salirse con la suya. Esa maleta, aunque robada, es del Chungo, que para eso se ha molestado en robarla. Y me atrevería a decir que se va a ver metido en un buen lío si no es capaz de devolverla o, por lo menos, deshacerse de su contenido en su propio beneficio. Es lo que tiene el hampa, un amor desmedido por lo ajeno hasta que consigue a cambio de ello una suma lo suficientemente razonable como para soportar su pérdida. ¡Ay! El dinero, que todo lo cura…

La mano de mi abuela sigue aferrada al asa de la maleta. Lo único que ha variado al respecto en los últimos segundos es ese ligero movimiento de vaivén con que la acompaña, como diciéndome «aquí tienes tu maletita, niña. Ven a buscarla si te atreves». Si me atrevo. Como para enfatizar el tono burlón de su gesto, con la otra mano comienza a remover su café con leche. Para rematarlo le da un mordisco al cruasán. Sin apartar ni por un segundo su mirada de mí. Menuda provocación. Allá voy.

Cuarto paso hacia ella. Manolín devora con avidez su chucho, como si la cosa no fuera con él. Pobre Manolín. La vida no ha sido justa con él. Desde que tengo recuerdo ha sido siempre ese personaje del barrio que, aunque inofensivo, algo me decía que tenía que evitar como modelo a seguir. Casi siempre solitario, algunas veces ridiculizado por los críos que jugaban en la calle, pero nunca agresivo, más allá de los cuatro gritos con los que respondía a las burlas de aquellos vándalos, claro, que era inofensivo pero no tonto. Pobre Manolín.

Quinto paso. El último antes de parar por fuerza mi marcha, que ya he llegado a la altura de su mesa. Lo único que me separa de mi abuela y esa maleta gris metalizado que mece con insolencia. Manolín se revuelve en su silla y levanta levemente el culo de su asiento para desplazarla un poquito hacia la derecha, lo justo para volver a sentarse, apoyando todo su peso sobre mi pie izquierdo, sobre el que ha ido a descansar la pata trasera. Una mueca de dolor, claramente visible para todos, muy lejos del gesto familiar de mi abuela, me atraviesa el rostro. Por primera vez desde que inicié mi ofensiva en este duelo de vaqueras que mantengo con mi abuela puedo ver el asa de la maleta libre de manos que la sujeten. Ahora o nunca. ¿Quién dijo dolor?

Con un esfuerzo sobrehumano logro alcanzar el dichoso asa y tiro de ella con fuerza. La maleta se desplaza como la seda sobre las baldosas de la panadería y, en un segundo, la tengo junto a mí. Como a cámara lenta, para dotar de un poco de épica a mi hazaña, me veo a mí misma lanzando mi botín hacia atrás, en dirección al feo y el malo, que siguen resoplando junto a la puerta.

—¡Corred!

Así como mis movimientos y mi orden han tenido lugar a una velocidad inusualmente lenta, la ejecución de ésta última se ha llevado a cabo con una rapidez nunca sospechada en mis compañeros después de oírlos resollar. Ahora la pregunta es: ¿hacia dónde huir?

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4 comentarios

  1. Hacia adelante! Para atrás ni para tomar impulso!!! Aunque no sé yo, eso de que «parece» no haber obstáculos seguro que esconde algo…

    P.D. Qué cuajo Manolín. Él… a su bola. Mientras haya chucho…

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    1. No sé. Nunca se sabe; a lo mejor parece que no haya obstáculos porque realmente no los hay… o sí? 🙂

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  2. Lo lógico sería ir hacia donde no hay obstáculos a la vista, pero esta novela, donde en todas las entradas se come, no se rige por la lógica jeje
    Bon cap de semana,

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    1. No había caído en la cosa de las comidas… jajaja. Pues nada, no hay lógica que valga… Bon cap de setmana!!!

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