La chica del lunar – capítulo 33

la chica del lunar 33

El hijo del Sr. Próspero ha demostrado ser un auténtico hooligan oriental del amor o, cuando menos, del respeto por las emociones ajenas. Mucho me parece que la bicha, con todo lo malo que tiene, se ha convertido en el objetivo de las bromas y la diversión de éste y su pandilla de amigos, quién sabe si por algún tipo de ajuste de cuentas del destino para equilibrar el karma cósmico o algo por estilo. Pues bien, no seré yo quien ponga en peligro la estabilidad del universo; vete tú a saber si lo del Big Bang no empezó por algo parecido, que al final las cosas más tontas son las que acaban teniendo las consecuencias más terribles. Así sea, pues; habrá que decirle, entonces, que la historia de su Gran dragón de fuego, sea cuál sea la que ella piense que tiene, es totalmente falsa. Que no sólo no va a haber nada con Yi sino que, a la postre, la cosa no ha pasado de ser en ningún momento un entretenimiento de preadolescentes. Cruel, cierto, pero cósmicamente justo. Ya se encargará la vida de devolverle la jugada al pequeño terrorista de los sentimientos del prójimo.

—Creo que deberías olvidar esta historia, Gloria —sus ojitos llorosos me miran con expresión confundida—. Me temo que no es Yi el que te manda ripios sobre guerreros de terracota y eso, sino su hijo.

La expresión confundida va desapareciendo progresivamente, al tiempo que emerge, de las profundidades de ese ser perverso que nunca ha dejado de ser, la bicha. En todo su esplendor. Entrecerrando los ojos, hinchando las narices y apretando los dientes en un conjunto de movimientos perfectamente sincronizados para ocasionar en el espectador, en este caso yo, el efecto deseado: el pánico.

—¿Qué?

Me hago pequeñita, como solía pasarme siempre que, estando trabajando para ella, asomaba siquiera un pelo su verdadera naturaleza.

—Que le he oído pasar por detrás de mí mientras tú hablabas por teléfono y, por lo que he podido escuchar, creo que estaba hablando contigo. «Gloria, amor mío, amor nuestro es imposible» —no sé si ha sido buena idea repetir la frase del impostor que le acaba de romper el corazón pero, ahora, ya es demasiado tarde.

Mi antigua jefa lanza una mirada de odio sincero al bazar y, contra todo pronóstico, echa a andar en dirección contraria. Y vuelvo a quedarme sola, plantada como una idiota en medio de la acera. Pues nada, adiós. Yo me vuelvo a mi casa, que mi abuela estará con la comida casi puesta y no querría hacerla esperar. Por mi bien.

Abro la puerta y, efectivamente, tal y como me temía, el potaje canicular me espera, humeante, sobre la mesa del comedor. Justo a tiempo para escaldarme el esófago. Algo malo habré hecho para que el destino me castigue también a mí de esta manera. ¿Será que no debería haberle contado lo de Próspero Jr. A Gloria?

—A comer —no tiene sentido seguir pensando en ello y el tono utilizado por mi abuela en lo que constituye su saludo de bienvenida no deja lugar a dudas; «siéntate o atente a las consecuencias». Obedezco, claro.

Un litro de agua fría y un café solo, caliente, más tarde, una irritante musiquilla me saca bruscamente de la fase de adormecimiento de esa siesta que apenas había empezado a disfrutar, con la fabulosa nana que constituyen de fondo los diálogos de una peli de sobremesa, a ser posible, basada en hechos reales, como la de hoy. El móvil, claro. Ese invento sin el que dicen que vivíamos tan bien pero del que ahora nadie tiene narices de prescindir. Todavía con el susto en el cuerpo miro la pantalla: ¿Fernando? ¿en sábado?

—¿Sí?

—Hola guapa —no hay duda de que mi relación con Fernando ha mejorado muchísimo desde que trabajo para él pero, por muy majo que sea, no acabo de acostumbrarme a este trato tan familiar; al fin y al cabo, no deja de ser mi jefe—, ¿qué haces?

Mi humor de recién levantada (aunque, técnicamente, no me hubiera acostado) me impulsa a decirle que estaba echando una merecida siesta pero, por educación, termino respondiéndole que no estaba haciendo nada, lo cual tampoco es mentira.

—Perdona que te moleste en sábado —continúa—pero es que necesito pedirte un favor —carraspea, incómodo. No sé lo que quiere pero parece algo gordo, incluso abusivo, por su actitud—¿te va bien quedar ahora? Preferiría explicártelo en persona.

Lo que decía, muy gorda tiene que ser la cosa si no le parece apropiado hablar de ello por teléfono.

—¿Ahora, Fernando?

Al nombre de Fernando mi abuela hace ese gesto despreocupado tan característico de «no me interesa lo que estés diciendo y por lo tanto no estoy poniendo la antena, así que voy a quedarme quietecita, mirando a la nada, completamente inmóvil con la oreja bien orientada hacia ti para no perderme un solo detalle de tu conversación, aunque tú pensarás que estoy sumida en mis pensamientos con la vista perdida en la penumbra del pasillo». En cualquier momento pegará un brinco y soltará alguna frase metida con calzador a propósito de mi conversación, que la conozco.

—¿Es el muchacho? —pregunta de repente—Dile que esta tarde voy a hacer torrijas.

—¿Torrijas? —se oye de repente al otro lado de la línea—¿Es tu abuela? Dile que me paso por allí en una horita. Así hablamos.

Hala, que hasta luego y adiós. Ya me han organizado la tarde sin pedirme consejo ni, mucho menos, permiso. ¿Qué hago ahora?

Vota cómo quieres que continúe la historia y lee aquí el próximo capítulo el próximo viernes 8 de febrero

4 comentarios

  1. Que querrá Fernando???
    A ayudar a su abuela que saber cocinar es un placer, a veces!!!
    Bon cap de setmana Sirvi,

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    1. Qué querrá? Qué querrá? jijij
      Estoy de acuerdo contigo: a veces. Yo soy más de disfrutar del resultado que del proceso…
      Bon cap de setmana!!!

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  2. Potaje y torrijas!! No será demasiado para un mismo día?

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    1. Eso no lo sabremos hasta el viernes… jejej

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